El presente Proyecto de Ley de Gastos de la Nación, que pretende regir el 2024, como debe ser, se basará en una supuesta adecuación a la capacidad real de generación de recursos, como debería ser cualquier estimación coherente de almacén. Si bien se repite la pretensión de someter a la estimación dentro de la responsabilidad fiscal, como la propia normal lo obliga, debe ser correspondido no solo en el Poder Ejecutivo, sino primordialmente en el Legislativo, considerando que tradicionalmente por cuestiones populistas, se sobrepasan capacidades recaudadoras. Un crecimiento escaso siempre debe ser tenido como parámetro prioritario, pues la imposibilidad de crecer más allá de lo natural en la esfera gubernamental no es poca cosa. La intención debe centrarse en no salir del rango del porcentual objetivo, que como ya se menciona es ley, pero por experiencias se insiste sobre el requisito. El fin del equilibrio es comprensible viendo la dificultad tributaria del Estado, la promesa de no ampliar cargas impositivas y el aparato público que debe ser cargado. Citado lo primero y lo básico para la economía más pequeña, resta lo más relevante: analizar objetivamente la utilización de los presupuestos en instituciones del Estado. Históricamente se dieron actuaciones que han implicado gastos innecesarios, que luego sumaron en contra de lo que el país necesita. Y sin siquiera consultar a expertos en la materia, plantear nueva proyección de gastos, eliminando lujos y nimiedades, como rodados extremadamente caros, viviendas principescas, oficinas innecesarias, bocaditos para parlamentarios, viajes constantes sin utilidad real, son algunos de los puntos que sí ameritan recortes. Agilizar el tijerazo solo hacia la educación, salud, seguridad y otros rubros fundamentales será la misma torpeza de siempre. Los mayores costos en malos presupuestos se describen en nimiedades que ayudan a llevar una vida de lujos innecesarios para honorables y no tan honorables. Recortar el presupuesto no debe afectar jamás al crecimiento en infraestructuras, en educación y salud públicas. Todo Estado debe ser celoso de estos rubros, si en verdad hay intención de que se esté mejor. Tacañear a estos pilares oficiales, es de mediocres, por lo que los ajustes deben darse en dietas y gastos de representación de quienes no colaboran mucho en pos del progreso del país. Si no se cuenta con los recursos necesarios para llevar adelante mejores condiciones a los estamentos más sensibles, es porque la indiferencia y el despropósito inundan a quienes rigen los hilos del poder, y en efecto no quieren desprenderse de las delicias de la opulencia personal. La elaboración de todo plan anual debe tener el acompañamiento cercano de los responsables de cada estamento, y no del apetito de unos pocos. Ir más allá de meras complacencias con la provisión adrede de fondos, es la manera de desperdiciarla, pues todo dinero debe ser para inversión en pos de la generalidad. Ser generoso con dinero ajeno es fácil. La asistencia al sector más pobre es obligación del Estado, pero no fomentando la mendicidad, sino el auto-sustento. De la misma manera, el funcionariado público deberá entender que incrementos salariales no pueden darse año tras año, más aun teniendo en cuenta que de nuevo se llevan casi 80% del presupuesto, lo que implica un mínimo de inversión en contextos necesarios y para la generalidad. Un buen presupuesto es aquel equitativo y objetivo, donde la desatención puede implicar un estancamiento o retroceso. El plan debe tener el mismo criterio en los diferentes estamentos, no cediendo a movilizaciones o manifestaciones pidiendo todo tipo de aumentos sin visualizar la manta pequeña en materia de recursos públicos.