La degradación de la ética en el ejercicio de la docencia es un problema sumamente grave que pone en riesgo la integridad y el bienestar de niños, niñas y adolescentes, no siendo este defecto una cuestión novedosa, pero sí urgentemente necesaria para evitar más daños.
Los profesores tienen la responsabilidad no solo de educar, sino de ser guías y modelos de conducta para sus estudiantes, por lo que episodios como el ocurrido en el Centro Educativo Municipal de Ciudad del Este, donde un docente habría seducido a varias menores, incluso materializando actos íntimos, muestra que algunos educadores aprovechan su posición de poder y confianza para acosar a sus alumnos, generando un perjuicio profundo en las víctimas, tanto emocional como psicológicamente.
Este tipo de conducta vulnera los derechos más básicos de los estudiantes, quienes deberían sentirse seguros y protegidos en el entorno educativo. El acoso en todas sus formas, por parte de profesores no solo afecta el desarrollo personal de los niños y adolescentes, sino que también destruye la confianza que las familias depositan en las instituciones educativas. Esto agrava aún más el problema, ya que muchas veces el miedo y la vergüenza impiden que las víctimas denuncien, perpetuando el ciclo de abuso, algo absolutamente presente en casi todos los estamentos sociales.
Históricamente existieron docentes obscenos con sus alumnas y alumnos, siendo una cuestión anecdótica de casi todos quienes pasaron por instituciones educativas, sean ellas del sector público o privado.
Los riesgos que acarrea esta situación son múltiples. Desde un impacto en el rendimiento académico de los estudiantes hasta trastornos emocionales a largo plazo, como ansiedad, depresión y, en casos extremos, tendencias suicidas, por lo que dejarlo como casi siempre en el anecdotario o proteccionismo corporativo, es delincuencial.
La normalización de estos comportamientos abusivos puede generar una cultura de silencio y encubrimiento en las instituciones, por lo que los directivos, docentes y alumnos deben fomentar un ambiente de respeto y protección.
Las líneas de la moralidad, las buenas costumbres, y el pleno respeto a menores de edad, nunca se debe cruzar. Estando el profesor en posición de garante esto se acrecienta, por lo que cualquier desvío o desenfreno tiene penas superiores.
Los integrantes de una comunidad educativa no pueden jamás tolerar inconductas. Los libidinosos no encajan en escuelas y colegios, siendo esta una cuestión natural.
Corregir complicidades, es el primer paso, pues el estamento, otrora reserva moral y de intachable trascendencia en el fortalecimiento de valores humanos, no puede ser guarida de mediocres, acosadores y politiqueros. Debe ser inadmisible que cualquier docente se sobrepase con educandos, a fin de buscar saciar bajos instintos, persuadiendo a quienes por propia inmadurez tienen limitado el universo del discernimiento.
Todos quienes incurran en lo nefasto, deben pagar las consecuencias, pues el abuso se sanciona con severidad, sea legal o por justicia natural.