Desde la concepción de la necesidad de vivir en sociedad, se ha asumido como natural ser dirigidos hacia un determinado destino por parte de líderes, por lo que siempre, o casi siempre se está expectante de acciones u omisiones de los mismos.
Por lo general, sin absolutamente ser un desatino, se da mayor énfasis en el incumplimiento de deberes y obligaciones de autoridades. Pero habría que ampliar los análisis de acciones y omisiones, pues la comunidad está compuesta por individuos que también tienen determinados deberes y obligaciones que ejercer para la correcta convivencia y llegar a los objetivos.
Y en ese sentido, objetivamente sopesar qué se hace para cambiar realidades que para la visión moral general no son las adecuadas. Desde el mismo origen del hogar, la primera sociedad, existen deberes y obligaciones incumplidas, ya sea por desidia o por ignorancia. Hay fallas sustanciales desde donde todo comienza.
¿Por qué puntualizar el hogar? Pues sencillamente porque de allí surgen los ciudadanos, por lo que formaciones y deformaciones tienen el “Big Bang” no como teoría, sino certeza.
Los valores exigidos y vivenciados en las casas se trasladan a las siguientes instancias de vida comunitaria, y por ende hay una importancia fundamental en la vigencia plena de lo correcto desde las familias para adentro y afuera.
Si papá y mamá no cumplen con obligaciones naturales en su conjunto, con ello se dan muchas respuestas a interrogantes del por qué ocurren tantas desgracias y sucesos violentos en imberbes.
Ahora bien, mirar para afuera de este primer deber fundamental de ser lo suficientemente buenos padres, resta también por preguntarse si la conducta individual es irreprochable en materia de cumplimiento de las normas de alcance general en su diario vivir. Ello implica desde la observancia plena de las normas del tránsito, independientemente a contextos o irrespeto de otros; del pago de impuestos, pese a ser totalmente injustos; de conocer las leyes, saber qué es prohibitivo y qué no, pues el desconocimiento de ellas no es atenuante, y por sobre todo ser íntegros, sin excusas.
La corrupción no sobrevive sin el alimentador, por lo que si la gente no se somete a ella, perecerá por inanición. No hay una obligatoriedad de la coima, sino una costumbre que debe romperse.
Los denominados sistemas corruptos, están compuestas por personas. El funcionario público es también un miembro de la sociedad, por lo que si este cumple a cabalidad únicamente su función, no se tendrían ineficiencias y lucros indebidos. Por ello lo importante para cambiar realidades nefastas está en el ciudadano. Si este no vivencia la honestidad, no exige lo correcto, y no desecha lo indebido, nada, pero nada cambiará.
Es muy fácil apuntar el dedo hacia otros, y ni que decir en ser juzgadores implacables con la malvivencia ajena. ¿Pero y con la propia?
Fingir es fácil, expresar es sencillo, pero vivir el deber ser es lo necesario. Pagar, entregar un obsequio, a cambio de agilizar expedientes, es también obrar en pos de la corrupción, por más mínimo que pueda parecer para conciencias alteradas. Criticar morosidad judicial, pero aplicar chicanas en juicios, es no observarse dentro del esquema, pese a estar hasta el cuello. Hay una selectividad del reproche, que desnuda hipocresía que ancla todo lo que se reclama.
Ver ineficiencias de autoridades ejecutivas y legislativas, pero obviar la de otras por intereses políticos, o económicos, no es muy objetivo que digamos.
El sostén del mal es el ciudadano acomodado, o mercenario, desde el estamento en que se encuentre. De allí la necesidad de que el despertar, la “iluminación” la alcance el pueblo para poder emprender la reingeniería. Mientras lo adecuado, lo debido no sean reglas generalmente practicadas no habrá mejor porvenir.
Todos deben cumplir con deberes y obligaciones.