Los que ostentan el poder, sea político o económico, se siguen desenvolviendo en el contexto inalterable de estar por sobre las leyes, avalado por el letargo exagerado de la población.
Cualquier común, mero y sencillo mortal, es decir, quien no sea parlamentario, ministro o de alto nivel económico, debe responder indefectiblemente por hechos que puedan interpretarse como atentatorios contra las layes, siendo rodeados por prohibiciones.
Políticos oficialistas, sus respectivos amigos, la parentela, socios de negociados, amantes, siguen exentos de ser sancionados por la justicia cuando cometen los mismos hechos de “Juan Pueblo”.
En el legislativo se priva de manera sistemática a la justicia investigar a tristemente célebres personajes, que de malvivientes tienen mucho y de manera consuetudinaria. Pese a que los hechos notorios ni siquiera necesitan más prueba que ellos mismos, se impone casi siempre el corporativismo mafioso de impunidad.
Se permite dotar de impunidad a malvivientes que tienen el aval de votos, siendo el principal fomentador de la deficiencia judicial y de la distinción de ciudadanos en categorías, destrozando el principio de igualdad ante la ley.
Pero obtener apoyos de parlamentarios que quizás sean tan o más transgresores de la ley, para reclamar la igualdad, fraternidad y libertad, no es más que un ensayo para parecer menos criminal.
Los malvivientes con fueros no representan al pueblo, al menos a quienes en mayoría profesan la honestidad, el deseo de mejores realidades para todos y la preeminencia de la justicia y el bien común.
Estas autoprotecciones no pueden ser sostenidas por quienes persiguen el nuevo Paraguay, o al menos reencauzar desigualdades humanas vigentes.
La política puesta en práctica en el país, no es más que politiquería, un cáncer que se extiende por todos los estamentos y causa la muerte lenta y dolorosa de esperanzas por tiempos mejores.
El país no necesita de gente que abuse del poder para fines propios y en perjuicio de la mayoría.
No hay que perder de vista que el lugar de quienes transgreden normas penales, de quienes asumen la conducta de bandido es la cárcel, independientemente a la condición de autoridad o gozo de buen pasar económico.
En los mismos exponentes de ambos estamentos, poder y dinero, que aún gozan de criterios honestos debería generar malestar el compartir escaños con traficantes de influencias, ligados al narcotráfico y corruptos consuetudinarios.
Las leyes en el país solo afectan a lo débil, mientras que son desechas por los poderosos.
La desnaturalización de la justicia, cimienta la impunidad y la imposibilidad de que el pueblo alcance el progreso merecido. La ciudadanía es propietaria del poder, y tiene que hacer valer lo que desea, anhela, como principio del bien general, por lo que es momento de romper esa somnolencia que permite todo, y hacer que prevalezca lo que corresponde.