En toda la sociedad, los referentes intelectuales y académicos tienen una responsabilidad fundamental en la formación de una ciudadanía crítica, ética y comprometida, no solo acrecentar conocimientos científicos. En ese mismo tenor, la integridad de la denominada clase pensante, especialmente de los referentes universitarios, es una necesidad impostergable.
La situación vivenciada una vez más en la Universidad Nacional del Este, donde las prácticas de nepotismo, manejo poco transparente y el deseo de perpetuidad en el cargo de Rector, traslada a la realidad que en las casas de altos estudios, no precisamente se desarrollan valores que guían el rumbo colectivo hacia una sociedad más justa y equitativa. Se repiten los mismos vicios de la clase política, pese a la “iluminación” que debería ser la UNE.
La universidad, como espacio de conocimiento y transformación, no puede dejar de ser un faro de principios éticos y de comportamientos ejemplares.
Los docentes, investigadores y líderes universitarios no solo transmiten saberes, sino que también moldean actitudes, inspiran acciones y deberían sembrar la semilla de la responsabilidad social en sus estudiantes. Todo ejemplo personal cobra una relevancia extraordinaria, donde el actuar cotidiano, tanto en el ámbito profesional como en el personal, debe ser coherente con los valores que repiten pregonar.
Es inadmisible que en una casa de altos estudios se tengan incidencias politiqueras y “chonguismos”.
La vivencia de la honestidad, la justicia, la empatía y el compromiso social no solo fortalece la credibilidad de los referentes académicos, sino que también impacta directamente en la formación de generaciones futuras, de allí la importancia de que la clase pensante deba ser y parecer.
Construir un futuro basado en la ética y el respeto mutuo tiene cimiento en los estamentos de formación, donde se potencia lo recibido en familias.
En contraposición, la falta de coherencia entre discurso y acción en estas figuras genera desencanto, apatía y desconfianza en la juventud, que percibe la educación como un proceso vacío de significado, pues sus referentes son tan o más sinvergüenzas que los políticos de baja monta. Por ello, es esencial que quienes ocupan estos espacios de influencia comprendan la trascendencia de su rol y asuman la responsabilidad de actuar con integridad en todo momento, incluso cuando el apego al poder para beneficio propio haga babear.
El ámbito universitario y sus referentes deben ser modelos vivos de los valores humanos. Lo vicioso jamás debe formar parte de conducta de rectores y acólitos. La mafia universitaria de superiores es una realidad aún muy anexada, por lo que combatirlo, desde la integridad será parte de la transformación del panorama social y político.
Si una autoridad universitaria no se maneja ni fomenta liderazgos éticos que priorice los ideales de formar hombres superiores por su cultura, capacidad y honorabilidad, entonces no se es más que un accidente mediocre que resta y denigra la esencia de estar al mando de la educación superior.