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La corrupción mimetizada

En el Paraguay la corrupción estatal ha sido uno de los mayores obstáculos para el desarrollo social, económico y democrático, siendo una cuestión hasta tradicional desde antaño.

Durante décadas, referentes políticos carentes de ética y dotados de un apetito por el dinero ajeno inconmensurable, han ocupado cargos clave en la administración pública, y lo más alarmante es que muchos de ellos han logrado mimetizarse en entes juzgadores, transformando las instituciones en herramientas al servicio de sus propios intereses nefastos.

Esta realidad es expuesta de tanto en tanto con noticias escandalosas, y desde el mismo origen Parlamentario, parece ser el círculo vicioso preferido de malandros.

El Legislativo sigue siendo el antro de impunidad desde donde se pergeña la imposibilidad de cualquier cambio verdadero.

Uno de los mayores problemas en el país es la falta de independencia de los órganos encargados de impartir justicia, no por un asunto de injerencia netamente desde afuera, pues la podredumbre interna es imperante.

La cooptación de jueces y fiscales por sectores corruptos del poder político y económico es una práctica legal, pues todo se define no por méritos y aptitudes, sino por mayorías. Así no habrá jamás estado de derecho.

Casos emblemáticos de corrupción que involucran a altas autoridades rara vez llegan a condenas ejemplares, y cuando lo hacen, las sanciones suelen ser mínimas, repitiendo el mensaje de que en Paraguay las leyes no son iguales para todos.

El daño que esto genera es incalculable. En términos económicos, la corrupción desvía millones de dólares que podrían destinarse a infraestructura, educación, salud y programas sociales. En términos sociales, es el causante de la pobreza y la desigualdad, privando a miles de familias de oportunidades para mejorar su calidad de vida.

Pero quizás el daño más profundo sea el cultural, pues edifica la normalización de la corrupción como un “mal necesario”, donde la ciudadanía asume que está ante un sistema que parece inmutable.

Es más que necesario que se actúe con fuerza y ​​decisión para romper con las cadenas de lo irregular. No basta con denunciar la corrupción: se necesita una reforma integral de las instituciones, comenzando por asegurar la independencia del Poder Judicial y de los organismos contralores, más allá de las letras.

Se debe imponer un proceso transparente y basado en méritos para la selección de jueces, fiscales y demás autoridades, donde sea intolerable cualquier vestigio de inmoralidad. Si los mismos “jueces de jueces” son miserables ratas, es improbable que algo se modifique para bien. Asimismo, fortalecer los mecanismos de control ciudadano, permitiendo a la sociedad civil un rol más activo en la vigilancia de la gestión pública, parece ser el único camino que brinde seguridad que se hará lo correcto pues se estará “bajo el ojo del amo”.

El Paraguay como nunca requiere líderes con valores éticos sólidos, capaces de romper con las prácticas tradicionales de prebendarismo y clientelismo que han sido común denominador en la gestión estatal.

Educar a las futuras generaciones en principios de integridad, responsabilidad y compromiso con el bien común, puede ser la semilla, que cuidada de manera responsable, germine en tiempos mejores para todos.

La ciudadanía paraguaya ha demostrado, en diversas ocasiones, su capacidad de movilización y su rechazo al abuso de poder. El desafío ahora es canalizar esa fuerza en una lucha constante y organizada contra la corrupción.

No es una tarea fácil, pero es el único camino para construir un país donde las instituciones sirvan verdaderamente al pueblo y donde el progreso no sea un privilegio para unos pocos mercenarios. La corrupción mimetizada solo prospera en una sociedad ciega, sorda y muda.

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