La mentira destruye la credibilidad de las personas, en todos los ámbitos de la vida, siendo más notorio en aquellos que se catalogan como referentes de un grupo social.
En ese sentido, la confianza en los actores políticos ha sufrido un deterioro progresivo, sumiendo a la sociedad en un estado de escepticismo y desencanto por sobrados méritos.
Cada nuevo caso de corrupción, cada decisión basada en intereses particulares y no en el bien común, aleja a la ciudadanía de sus representantes y debilita los preceptos que validan la relación mando – obediencia, rompiendo los cimientos democráticos.
El perjuicio es evidente: la desafección ciudadana no solo erosiona la legitimidad del sistema, sino que también pone en riesgo la estabilidad social y política del país, pues no existe otra manera de recomponer lo debido que apelar a una reingeniería.
El problema va más allá de un simple rechazo hacia quienes ocupan cargos públicos, que de hecho sucede, ya que la pérdida de confianza disuelve la esperanza en la posibilidad de construir un futuro basado en la eterna promesa de la justicia, la equidad y la transparencia.
La apatía y el desinterés reemplazan la participación activa, y con ello se desdibujan los mecanismos de control y fiscalización que permiten a una sociedad exigir cuentas a sus gobernantes, pues se da la sensación que los anhelos de la comunidad no sirven.
Sin confianza en los liderazgos, el tejido social se debilita, y con él, la capacidad de avanzar hacia algún desarrollo que beneficie a todos.
Frente a esta realidad, se vuelve una cuestión urgente trabajar por restaurar la integridad como principio rector del ejercicio del poder y del manejo de todos en sociedad.
Es necesario que quienes asumen responsabilidades públicas comprendan que la autoridad no es un privilegio, sino un compromiso ineludible con el bienestar colectivo. La honestidad, la transparencia y la rendición de cuentas no pueden solo ser promesas electorales, deben convertirse en ejes fundamentales de la gestión, como única vía para reestablecer la conexión entre la ciudadanía y sus representantes. Eso de miente miente que algo queda, ya no puede seguir teniendo el mismo efecto deseado por Joseph Goebbels.
Recuperar la confianza exige acciones concretas y un compromiso genuino con la regeneración del liderazgo. No se trata solo de fortalecer discursos bien elaborados, sino de transformar la política en una herramienta de servicio, donde lo correcto sea la norma y no la excepción.
La confianza es la base fundamental para las relaciones humanas, por lo que se eleva su rigor cuando se tratan de dirigentes. Cuando se desprecia la palabra empeñada, no es factible recomponer la confianza, ni si hay remordimiento y propósito de enmienda. “En boca de un mentiroso, lo cierto se hace dudoso”.
El pueblo no puede siempre caer presa de inescrupulosos que perdieron la vergüenza, quienes juran y re juran que quieren lo mejor para la generalidad, pero ni bien asumen olvidan prioridades y se reajustan a la vida de delincuencia de guante blanco. Los que mintieron no merecen segundas oportunidades, sino sanciones legales y morales.
Un país donde el bien común sea la prioridad y la confianza ciudadana sea justificada, seguirá siendo un sueño sino se castiga a miserables que se visten de corderos a cada elección.