Las instituciones penitenciarias, diseñadas originalmente para ser espacios de reinserción social y justicia, no dejaron de ser fábricas del crimen organizado, mostrándose a cada tanto, en cada cateto, la vulnerabilidad de prohibiciones, a cambio de dinero.
En lugar de reducir el delito, las cárceles, cuando contaminadas por mafias internas, se convierten en una extensión del poder delictivo que en teoría deberían combatir.
Lo más alarmante es que este sistema está directamente fomentado y protegido por funcionarios penitenciarios, quienes, lejos de ser guardianes del orden, facilitan la descomposición social desde el mismo corazón del sistema.
Funcionarios que deberían velar por el cumplimiento de las normas legales y mantener la disciplina en los penales son quienes frecuentemente establecen alianzas con líderes criminales. Estas alianzas les permiten compartir beneficios económicos a cambio de permitir actividades ilícitas dentro de los centros penitenciarios: tráfico de drogas, armas, celulares y otros bienes prohibidos.
Los penales nunca dejaron de ser zonas seguras para planear asesinatos, robos y extorsiones, contribuyendo al fortalecimiento de las redes criminales fuera de los muros carcelarios.
¿Cómo puede un sistema atacar lo que consiente? Son los propios referentes de las penitenciarías los dueños de las mafias.
Mientras las mafias carcelarias florecen, el objetivo principal de la rehabilitación queda desdibujado. Las prisiones solo son lugares de castigo para los que no tienen el dinero suficiente para vivir a lo grande.
No hay reeducación con la corrupción. Las privaciones de libertad más bien son oficinas estratégicas del crimen organizado.
El problema requiere un enfrentamiento directo y multifacético. Por un lado, debe haber una intervención estructural en los penales, incluyendo vigilancia externa e independiente, pues en lo estatal pareciera infranqueable el dinero sucio ofrecido o exigido. De la misma forma, se necesita un control y evaluación estrictos de los funcionarios penitenciarios, acompañados de sanciones severas contra quienes colaboran con estas mafias.
La transparencia es fundamental, así como un interés social en que las cárceles cumplan su función, y sus operadores sean íntegros.
No es que no se pueda contra la corrupción en los penales, es que conviene en demasía para mercenarios con codicia extrema por el dinero fácil.
No obstante, más allá de las medidas inmediatas, la sociedad debe cuestionar el enfoque de su sistema penitenciario. No se trata solo de castigar, sino de rehabilitar y evitar que estas instituciones sigan funcionando como incubadoras del crimen organizado. Cada penal que cae bajo el control de las mafias representa una derrota colectiva, un recordatorio de que el combate contra el delito no empieza ni termina en las calles, sino también en los propios pasillos del sistema carcelario.
Hacer frente a esta tragedia institucional no es solo una cuestión de seguridad, sino de dignidad y justicia.
Si no se desmantela esta estructura corrupta del propio estamento oficial, no será factible construir un sistema penitenciario que actúe como un verdadero aliado en la lucha contra la inseguridad y en favor de la paz social.