Si bien las respuestas morales para la corrupción de una persona son claras, hasta la ciencia busca dar una conclusión sobre los motivos que llevan a alguien que compromete gestiones y acciones en pos de la generalidad, pero resultan ser hipócritas y falsos patriotas.
Según referencias de la neurociencia, el funcionamiento del cerebro de una persona corrupta, aunque no existe un perfil único que los defina como tales, sugiere que ciertos patrones neurológicos y psicológicos pueden estar presentes en estas personas que abundan en la función pública.
Sin ánimo de pasarse por científico, pero valiéndonos de literatura al respecto, se sostiene que la corteza prefrontal, especialmente el área asociada con la toma de decisiones morales y la empatía, puede mostrar menos actividad en personas que cometen actos corruptos. Esto implica que podrían tener dificultades para ponerse en el lugar de los demás o para sentir remordimiento por las consecuencias de sus acciones. Al igual que en el hedonismo puro, el sistema de recompensa en el cerebro, particularmente el núcleo accumbens y el sistema dopaminérgico, está involucrado en la búsqueda de gratificación.
En individuos corruptos, este sistema tendría hiperactividad, haciendo más propensos a buscar beneficios inmediatos sin considerar las consecuencias a largo plazo. La búsqueda de gratificación, ya sea en forma de poder, dinero o estatus, puede eclipsar la evaluación racional de los riesgos asociados con actos ilícitos. El bienestar personal por sobre cualquier otro elemento de costumbre social.
Siguiendo con el intento de una repuesta de la ciencia, la amígdala, una región asociada con las emociones y el procesamiento del miedo, tendría una menor respuesta en individuos corrompidos cuando se enfrentan a dilemas éticos. Esto se combina con la tendencia a la racionalización moral, es decir, la capacidad de justificar conductas inapropiadas como si fueran aceptables. Estas personas pueden percibir sus acciones como necesariamente justificadas, atenuando eventuales conflictos internos sobre el bien y el mal.
En materia de autorregulación, en esta “especie”, el lóbulo frontal, que se relaciona al autocontrol y las acciones impulsivas, puede estar menos activo, lo que les permite ceder sin miramientos a la tentación de aprovecharse de su posición de poder para obtener beneficios ilícitos. La neurociencia también sugiere que el cerebro es “goma”, es decir, se adapta a su entorno, por lo que en ambientes donde la corrupción es habitual o donde las normas sociales son débiles, el cerebro tendería a adaptarse y desensibilizarse frente a la inmoralidad, volviendo más fácil para la persona participar en actos corruptos sin sentir culpa o vergüenza.
Pero no es menos cierto que estos mecanismos no son exclusivos de personas corruptas, pero su estudio permite comprender mejor por qué ciertas personas pueden ser más propensas a comportamientos deshonestos o ilícitos. Por lo tanto se puede colegir que, pese a estos análisis no del todo concluyentes, la corrupción y el síndrome de falso patriota, no son patologías, sino conductas desviadas.
La corrupción se sostiene por la tolerancia social, esa sí es una certeza científica y empírica.
La Justicia en los papeles es regulador de las conductas morales, y naturales, siendo las leyes nada más recordatorios de lo que nos ubica como seres con conciencia, con capacidad de discernimiento.
En esta lucha por la recomposición de lo debido, de lo correcto, del deber ser, es ineludible que la ciudadanía deje de tolerar esta epidemia del robo de la cosa pública, del tráfico de influencias y de las retóricas que disfrazan a mercenarios. De la misma forma, la impunidad es vitamina de esta seudo enfermedad de mentes enfermas que desean aprovecharse de cargos para delinquir. Los ejemplos de sanciones a quienes cometen corrupciones ayudarán a la vuelta al equilibrio mental y moral de la clase política denigrada.