Existe una conducta casi absolutamente repetida por mediocres, ignorantes y de autopercepción sobreestimada, relacionadas a creerse estar por sobre las normas y que como en épocas de la monarquía, todo quien ose menoscabar sus esencias de semidioses egipcios, deban ser castigados.
Y es así que gente como la diputada Liz Acosta, muestran el tamaño de su nivel intelectual y moral, cuando se sienten ofendidos con controles policiales, que sí corresponden. Para argumentar con más objetividad la postura, basta con verificar los legisladores narcotraficantes, asesinos, violadores, pijaos, que han desfilado por ambas Cámaras del Congreso, mostrando que no porque tenga la ceguera ciudadana para elegirlos, están exentos de cumplir las reglas.
El infaltable y tradicional “¿no sabes quién soy?”, “¡no sabes con quién te estas metiendo!”, son frases tan repetidas por autoridades en flagrancia de delitos y crímenes que ya forman parte del pobre léxico de quienes fungen de líderes políticos en estamentos públicos.
Muchos de quienes por bromas macabras y el escaso discernimiento comunitario, adquieren relevancia en materia del ejercicio de representaciones ciudadanas, como el caso de la diputada por Alto Paraná, no son más que bazofias de la política.
La impunidad está forjada por la praxis de subirse sobre escaños para mirar desde arriba al pueblo, y solo operar para beneficio propio. Ese es el punto de este nuevo suceso que expone el enanismo de la moralidad desde sectores donde en teoría se eleva la voz del pueblo.
Se hace que lo básico para la seguridad de la gente, esté solo para los delincuentes fuera del Parlamento.
Un diputado no es un extraterrestre, y sus respectivas inmunidades son para el ejercicio de sus funciones, no para eludir controles policiales.
La debilidad de un codicioso es el poder, por la apetencia por el dinero fácil, por el tráfico de influencia para el mismo fin.
Tener un ego que supere la cordura siempre acaba por llevar a bochornos, y abusar del poder. Liz Acosta, así como sus demás colegas, no son nada, nada más que representantes del pueblo, debiéndose a los intereses de la generalidad, y correspondiendo al precepto de ser honorables.
Y ese mismo pueblo es el que cada vez menos se ve representado en el actuar de sus legisladores, y por ende el descrédito y hasta odio hacia la clase política es justificado. Nadie puede ser culpable por no reconocer ínfulas en sobrepeso, ya que el anonimato de acciones legislativas ni con “photoshop” se puede cubrir.
Una autoridad debe ser coherente en todo tiempo, debe observar las mismas reglas que el resto y jamás sentirse “humillada”, por requerirle documentación.
No hay que perder el sentido común por cargos circunstanciales, más todavía sabiendo que se es un accidente electoral. La soberbia es un defecto, y cuanto más se lo exponga, más se acrecienta la altura desde donde uno va a caer, más temprano que tarde.